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BLOG DE JUAN YÁÑEZ.., quien se complace de tenerlos por aquí...

Así los últimos serán los primeros y el primero el último: Pues muchos serán llamados, pero pocos los elegidos...Mateo 20:1-16

No somos seres humanos pasando por una experiencia espiritual.., somos seres espirituales pasando por una experiencia humana.

viernes, 22 de noviembre de 2013

50 años de la muerte de C.S. Lewis: «me advirtieron que no confiase nunca en un papista»

2.11.13


A las 1:05 PM, por Juanjo Romero 
Categorías : La Tecla Invitada, Conversiones, Año de la Fe
Hoy, hace 50 años morían A. Huxley y C.S. Lewis. También John F. Kennedy, que se llevará todas las portadas y a mi, personalmente, me parece el menos relevante de los tres.
Supongo que la conversión y el impacto de la obra de Lewis es conocida (tanto por Narnia como por sus otras, y más interesantes obras). Ya hablé de ello hace un año, no voy a repetirme.
Quizá un estupendo resumen sobre su «camino» de conversión lo ha escrito José Ramón Ayllónen su libro «Dios y los náufragos». Se lo tomo prestado. Como escribe muy bien y está salteado de citas no se nota la extensión.
En cualquier caso es una conversión (no dio el último paso al catolicismo, se quedó en el anglicanismo) en la que tienen mucho que ver sus amigos católicos J.R.R Tolkien y Hugh Dyson. Una conversión que nos interpela a todos y que me recuerda siempre a los amigos del paralítico del Evangelio, «al ver la fe de esos hombres…» (Mc, 2, 3-5).
Así lo cuenta José Ramón…
C. S. Lewis fue un hombre lleno de amigos, libros y alumnos. Nació en 1898, y en 1925 ya enseñaba filosofía y literatura en Oxford. Hasta su muerte en 1963 fue un profesor eminente, autor de célebres ensayos, cuentos y libros de texto. Su vida está marcada por su conversión al cristianismo a la misma edad que San Agustín. Ese giro radical lo explica y justifica en un puñado de libros escritos con un estilo vivo y una lógica apabullante. Lewis domina el arte de argumentar. Su dialéctica apura la ironía y la sutileza, tal y como confiesa haber aprendido de uno de sus profesores:
«Si alguna vez ha existido un hombre que fuera casi un ente puramente lógico, ese hombre fue Kirk (…). Le asombraba que hubiera quien no deseara que le aclarasen algo o le corrigiesen (…). Al final, a menos que me sobreestime, me convertí en un »sparring« nada despreciable. Fue un gran día aquél en que el hombre que durante tanto tiempo había peleado para demostrar mi imprecisión, me acabó advirtiendo de los peligros de tener una sutileza excesiva».

Ateo pero razonable

Lewis era ateo porque, desde la temprana muerte de su madre, sentía el universo como un espacio terriblemente frío y vacío, donde la historia humana era en gran parte una secuencia de crímenes, guerras, enfermedades y dolor.
«Si me piden que crea que todo esto es obra de un espíritu omnipotente y misericordioso, me veré obligado a responder que todos los testimonios apuntan en dirección contraria».
Pero esta argumentación no era, ni mucho menos, definitiva:
«La solidez y facilidad de mis argumentos planteaban un problema: ¿Cómo es posible que un universo tan malo haya sido atribuido constantemente por los seres humanos a la actividad de un sabio y poderoso creador? Tal vez los hombres sean necios, pero es difícil que su estupidez llegue hasta el extremo de inferir directamente lo blanco de lo negro».

La auténtica verdad de su ateísmo

En cualquier caso, Lewis se sentía más cómodo en su ateísmo:
«Para un cobarde como yo, el universo del materialista tenía el enorme atractivo de que te ofrecía una responsabilidad limitada. Ningún desastre estrictamente infinito podía atraparte, pues la muerte terminaba con todo (…). El horror del universo cristiano era que no tenía una puerta con el cartel de ‘Salida’».
En 1917 se incorpora al frente francés de la primera guerra mundial. Un año más tarde cae enfermo y es enviado al hospital de Le Tréport, donde permanecerá tres semanas.
«Fue allí donde leí por primera vez un ensayo de Chesterton. Nunca había oído hablar de él ni sabía qué pretendía. Tampoco puedo entender demasiado bien por qué me conquistó tan inmediatamente. Se podría esperar que mi pesimismo, mi ateísmo y mi horror hacia el sentimentalismo hubieran hecho que fuera el autor con el que menos congeniase (…). Al leer a Chesterton, como al leer a MacDonald, no sabía dónde me estaba metiendo».

Conexiones intelectuales

Al acabar la guerra estudia en Oxford filosofía y literatura inglesa. Son años de intensa formación intelectual y de innumerables lecturas. Pero sus libros y autores preferidos no compartían su visión de la vida:
«Todos los libros empezaban a volverse en mi contra (…). George MacDonald había hecho por mí más que ningún escritor, pero era una pena que estuviese tan obsesionado por el cristianismo. Era bueno a pesar de eso. Chesterton tenía más sentido común que todos los escritores modernos juntos…, prescindiendo, por supuesto, de su cristianismo. Johnson era uno de los pocos autores en los que me daba la impresión de que se podía confiar totalmente, pero curiosamente tenía la misma chifladura. Por alguna extraña coincidencia a Spencer y Milton les pasaba lo mismo. Incluso entre los autores antiguos iba a encontrar la misma paradoja. Los más religiosos (Platón, Esquilo, Virgilio) eran claramente aquellos de los que podía alimentarme de verdad. Por otro lado, con los escritores que no tenían la enfermedad de la religión y con los que, teóricamente, mi afinidad tenía que haber sido total (Shaw, Wells, Mill, Gibbon, Voltaire), ésta afinidad me parecía un poco pequeña. No era que no me gustaran. Todos ellos eran entretenidos, pero nada más. Parecían poco profundos, demasiado simples. El dramatismo y la densidad de la vida no aparecían en sus obras».

Profesor con prejuicios

Terminó sus estudios con las máximas calificaciones y pasó a formar parte del claustro de profesores del Magdalen College. Allí, nuevos amigos provocarán «la caída de los viejos prejuicios»:
Al entrar por primera vez en el mundo me había advertido (implícitamente) que no confiase nunca en un papista, y al entrar por primera vez en la Facultad (explícitamente), que no confiara nunca en un filólogo. Tolkien era ambas cosas.
En el Magdalen enseña filosofía, pero su aguado hegelianismo no le resulta muy útil a la hora de enfrentarse a una tutoría:
Un tutor debe aclarar las cosas, y yo no podía explicar el Absoluto de Hegel. ¿Te refieres a nadie-sabe-qué, o te refieres a una mente sobrehumana y por tanto (también podemos admitirlo) a una persona?

Conversión

Cada vez intelectualmente más cerca

Cuando vuelve a leer a Chesterton, el ateísmo de Lewis tiene los días contados.
«Después leí el Everlasting Man de Chesterton, y por primera vez vi toda la concepción cristiana de la historia expuesta de una forma que parecía tener sentido (…). No hacía mucho que había terminado el Everlasting Man cuando me ocurrió algo mucho peor. A principios de 1926, el más convencido de todos los ateos que conocía se sentó en mi habitación al otro lado de la chimenea y comentó que las pruebas de la historicidad de los Evangelios eran sorprendentemente buenas. ‘Es extraño’, continuó, esas majaderías de Frazer sobre el Dios que muere. Extraño. Casi parece como si realmente hubiera sucedido alguna vez. Para comprender el fuerte impacto que me supuso tendrías que conocer a aquel hombre (que nunca ha demostrado ningún interes por el cristianismo). Si él, el cínico de los cínicos, el más duro de los duros, no estaba a salvo, ¿a dónde podría volverme yo? ¿Es que no había escapatoria?»

Conversión al cristianismo

Lewis se siente acorralado y nos describe su situación con una imagen muy británica:
«La zorra había sido expulsada del bosque hegeliano y corría por campo abierto ‘con todo el dolor del mundo’, sucia y cansada, con los sabuesos pisándole los talones. Y casi todo el mundo pertenecía a la jauría: Platón, Dante, MacDonald, Herbert, Barfield, Tolkien, Dyson, la Alegría. Todo el mundo y todas las cosas se habían unido en mi contra».
Siente entonces que su Dios filosófico empieza a agitarse y a levantarse, se quita el sudario, se pone en pie y se convierte en una presencia viva. La filosofía deja de ser un juego lógico desde que ese Dios renuncia a la discusión y se limita a decir: «Yo soy el Señor».
«Debes imaginarme solo, en aquella habitación del Magdalen, noche tras noche, sintiendo, cada vez que mi mente se apartaba del trabajo, el acercamiento continuo, inexorable, de Aquél con quien, tan encarecidamente, no deseaba encontrarme. Al final, Aquél a quien temía profundamente cayó sobre mí. Hacia la festividad de la Trinidad de 1929 cedí, admití que Dios era Dios y, de rodillas, recé. Quizá fuera aquella noche el converso más desalentado y remiso de toda Inglaterra».
«Hasta entonces yo había supuesto que el centro de la realidad sería algo así como un lugar. En vez de eso, me encontré con que era una Persona».
Y el día que identifica a Jesucristo con esa Persona sabrá que ha dado su último paso, y lo recordará siempre:
«Me llevaban a Whipsnade una mañana soleada. Cuando salimos no creía que Jesucristo fuera el Hijo de Dios, y cuando llegamos al zoológico, sí. Pero no me había pasado todo el trayecto sumido en mis pensamientos, ni en una gran inquietud (…). Mi estado se parecía más al de un hombre que, después de dormir mucho, se queda en la cama inmóvil, dándose cuenta de que ya está despierto».

El problema del dolor

Parece necesario en este mundo

El ateísmo de Lewis había sido fruto de su pesimismo sobre el mundo:
«Algunos años antes de leer a Lucrecio ya sentía la fuerza de su argumento, que seguramente es el más fuerte de todos en favor del ateísmo: Si Dios hubiera creado el mundo, no sería un mundo tan débil e imperfecto como el que vemos».
Años después de su conversión, en 1940, Lewis escribe por encargo The problem of pain (El problema del dolor). Si Dios fuera bueno y todopoderoso, ¿no podría impedir el mal y hacer triunfar el bien y la felicidad entre los hombres? En esas páginas que se han hecho famosas, Lewis reconoce que «es muy difícil imaginar un mundo en el que Dios corrigiera los continuos abusos cometidos por el libre albedrío de sus criaturas. Un mundo donde el bate de béisbol se convirtiera en papel al emplearlo como arma, o donde el aire se negara a obedecer cuando intentáramos emitir ondas sonoras portadoras de mentiras e insultos».
«En un mundo así, sería imposible cometer malas acciones, pero eso supondría anular la libertad humana. Más aún, si lleváramos el principio hasta sus últimas consecuencias, resultarían imposibles los malos pensamientos, pues la masa cerebral utilizada para pensar se negaría a cumplir su función cuando intentáramos concebirlos. Y así, la materia cercana a un hombre malvado estaría expuesta a sufrir alteraciones imprevisibles. Por eso, si tratáramos de excluir del mundo el sufrimiento que acarrea el orden natural y la existencia de voluntades libres, descubriríamos que para lograrlo sería preciso suprimir la vida misma».

Un «megáfono» de Dios

Pero esto no muestra el sentido del dolor, si es que lo tiene. Ni demuestra que Dios pueda seguir siendo bueno cuando lo permite. Para intentar expliclar este misterio Lewis recurre a la que quizá sea la más genial de sus intuiciones. «El dolor, la injusticia y el error –nos dice– son tres tipos de males con una curiosa diferencia: la injusticia y el error pueden ser ignorados por el que vive dentro de ellos, mientras que el dolor, en cambio, no puede ser ignorado, es un mal desenmascarado, inequívoco: toda persona sabe que algo anda mal cuando ella sufre. Y es que Dios –afirma Lewis– nos habla por medio de la conciencia, y nos grita por medio de nuestros dolores: los usa como megáfono para despertar a un mundo sordo».
Lewis explica que «un hombre injusto al que la vida sonríe no siente la necesidad de corregir su conducta equivocada. En cambio, el sufrimiento destroza la ilusión de que todo marcha bien».
«El dolor como megáfono de Dios es, sin la menor duda, un instrumento terrible. Puede conducir a una definitiva y contumaz rebelión. Pero también puede ser la única oportunidad del malvado para corregirse. El dolor quita el velo de la apariencia e implanta la bandera de la verdad dentro de la fortaleza del alma rebelde».
Lewis no dice que el dolor no sea doloroso. «Si conociera algún modo de escapar de él, me arrastraría por las cloacas para encontrarlo». Su propósito es poner de manifiesto lo razonable y verosímil de la vieja doctrina cristiana sobre la posibilidad de perfeccionarse por las tribulaciones.

¿Dios o las leyes de la naturaleza?

Las leyes de naturaleza son posteriores

A Lewis le cuenta un amigo el caso de una pobre mujer que cree que su hijo sobrevivió a la batalla de Arnhem porque ella rezó por él. Sería cruel explicarle que, en realidad, sobrevivió porque se hallaba un poco a la izquierda o un poco a la derecha de las balas, que seguían una trayectoria prescrita por las leyes de la naturaleza.
Lewis responde que «la bala, el gatillo, el campo de batalla y los soldados no son leyes de la naturaleza, sino cosas que obedecen a las leyes. Y lo ilustra con este ejemplo: podemos añadir cinco dólares a otros cinco, y tendremos diez dólares, pero la aritmética por sí misma no pondrá un solo dólar en nuestros bolsillos. Eso significa que las leyes explican todas las cosas excepto el mismo origen de las cosas, y esa es una inmensa excepción».
Lewis concluye su argumentación con una deslumbrante comparación literaria:
«En ‘Hamlet‘ se rompe una rama y Ofelia cae al río y se ahoga. ¿Ocurre el suceso porque se rompe la rama o porque Shakespeare quiere que Ofelia muera en esa escena? Puedes elegir la respuesta que más te guste, pero la alternativa no es real desde el momento en que Shakespeare es el autor de la obra entera

martes, 22 de octubre de 2013

LA HUMILDAD (La reina de todas las virtudes) EL SIGNIFICADO DE LA VIDA


"La humildad es verdad, y la verdad es humildad". Pío de Pietrelcina

"Si quieres ser grande, comienza por ser pequeño; si quieres construir un edificio que llegue hasta el cielo, piensa primero en poner el fundamento de la humildad. Cuanto mayor sea la mole que se trate de levantar y la altura del edificio, tanto más hondo hay que cavar el cimiento. Y mientras el edificio que se construye se eleva hacia lo alto, el que cava el cimiento se abaja hasta lo más profundo. El edificio antes de subir se humilla, y su cúspide se erige después de la humillación". San Agustín

La humildad no es un concepto, es una conducta, un modo de ser, un modo de vida. La humildad es una de las virtudes más nobles del espíritu. Los seres que carecen de humildad, carecen de la base esencial para un seguro progreso. Las más bellas cualidades sin humildad, representan lo mismo que un cuerpo sin alma.
La humildad es signo de fortaleza. Ser humilde no significa ser débil y ser soberbio no significa ser fuerte, aunque el vulgo lo interprete de otra manera.
La humildad es la más sublime de todas las virtudes admirables. Virtud sin humildad no es virtud. El que posee la humildad en alto grado, generalmente es poseedor de casi todas las virtudes, pues la humildad nunca se encuentra sola. Ella es aliada inseparable de la modestia y forma una trilogía con la bondad.
La humildad nos hace tolerantes, pacientes y condescendientes con nuestros semejantes. Es la mansedumbre, la prudencia, la paciencia, la fe, la esperanza.
La humildad es signo de evolución espiritual. El humilde es un ser que ya ha limado muchas de sus impurezas e imperfecciones. Si algún acontecimiento sacude violentamente su espíritu, el humilde sabe recibir los golpes de la vida con fe y resignación y pronto su alma encuentra el alivio necesario.
Los beneficios de la humildad
1. Quien aprende a realmente ser humilde, logra vivir una vida más feliz.
2. Al estar en armonía con uno mismo, se está dispuesto a mostrar honor y aprecio hacia otras personas. Valorarse a sí mismo trae aparejado valorar a los demás.
3. La humildad crea serenidad y tranquilidad
4. Con humildad se desarrolla la capacidad de admitir las equivocaciones, ya que se elimina el miedo a sentir que uno no vale nada. Al conocerse a sí mismo, la crítica se transforma en una posibilidad de crecimiento.
5. Con humildad, es más fácil perdonar a otros rápidamente.
6. Humildad es apreciar lo que tenemos, es tener conciencia de que todo es un regalo.

sábado, 12 de octubre de 2013

El fundamento cristiano de la felicidad



ROSALÍA MOROS DE BORREGALES |  EL UNIVERSAL

sábado 12 de octubre de 2013  12:00 AM

El mundo entero se encuentra en una búsqueda incansable por la felicidad. A través de todos los tiempos la historia de la humanidad se ha caracterizado por una gran  diversidad de luchas y conquistas cuyo objetivo ha llevado implícito el anhelo de una vida feliz. Sin importar raza, credo o condición social todos estamos marcados por ese deseo anhelante de autorrealización, estabilidad y paz. Sin embargo, mientras más conocimiento adquirimos pareciera que somos menos sabios en los asuntos cotidianos de la vida; mientras más estabilidad económica adquirimos nos hacemos cada vez más conscientes de que no hay dinero que pueda pagar las cosas realmente importantes de la vida.

Por esta razón, al hablar de felicidad no nos referimos a todos esos íconos que se han levantado en la sociedad de nuestro siglo como los proveedores de una vida feliz. Hablamos más de ser "bendecidos" que de ser "felices" según el concepto efímero del mundo basado en las riquezas, el conocimiento, la fama y la belleza.  Hablamos de ese tipo de felicidad que trasciende lo material; de esa paz interior que puede librarnos de la ansiedad capaz de encarcelar nuestras almas. No esa felicidad concebida por el ser humano como un algo absoluto cuya búsqueda solo ha sido capaz de crear una gran frustración en nuestras almas insatisfechas. Hablamos de la felicidad que se produce en el ejercicio diario de una vida de amistad con el Creador.

Enclavada en el Sermón de la Montaña pronunciado por Jesús de Nazaret hace más de dos mil años se encuentra la llave para esta vida feliz: ¡Las Bienaventuranzas! El fundamento cristiano de la felicidad. Una guía paso a paso para lograr la paz. La primera de ellas llama dichosos, felices o bienaventurados a los pobres en espíritu, una idea controversial en nuestra concepción de la felicidad. Pero, ¿de qué tipo de pobreza nos habla Jesús? Ciertamente, no se refiere a la pobreza caracterizada por la escasez de bienes materiales, se refiere a aquellos que se encuentran en necesidad espiritual, aquellos que reconocen su escasez para con las cosas del espíritu. Pues, el pobre en espíritu es el opuesto al soberbio. Es el humilde de corazón, que viene delante de Dios reconociendo, por una parte, su insuficiencia y, por otra, la suficiencia de Dios.

Así, aquel que es capaz de reconocer su pequeñez ante la grandeza de Dios posee un alma sensible para llorar por el dolor del hermano, bienaventurados los que lloran; los que piden perdón a aquellos a quienes les han causado dolor; pues, todos irremediablemente, en algún momento nos convertimos en los responsables del dolor de otro. En definitiva, las lágrimas son el símbolo de la sensibilidad y del arrepentimiento. Luego, Jesús exclama bienaventurados los mansos, los que aun sintiendo ira en sus corazones no le dan lugar a la guerra. Aquellos que deciden transitar el camino de la restauración y no el de la destrucción. Contrariamente al concepto del mundo, el manso no es un menso, pues se requiere de suficiente inteligencia y de autoestima para pasar por alto la ofensa, para no darle rienda suelta a los más viles sentimientos implícitos en la venganza.

Por esa razón, son bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque a pesar de su humanidad pueden encomendar su causa al único juez que justa justamente. Aquellos que han entendido que por encima de todas las estrategias del ser humano, Dios es soberano y sus ojos ven a todos los hombres. A continuación, Jesús nos impele a dar un paso más profundo en el camino de la felicidad cuando dice: -bienaventurados los misericordiosos, nos insta a la práctica del amor de Dios, no el amor del sentimiento, sino el de la decisión de la práctica del bien por encima del mal. El amor que no lanza la piedra porque se sabe tan vulnerable como el prójimo.

Aquel que en sustitución de la venganza es capaz de usar la misma misericordia de la que ha sido objeto por parte de Dios mantiene limpio su corazón de toda amargura, resentimientos y odios; por eso, Jesús llama bienaventurados a los de limpio corazón. Y solo aquellos que no se dejan contaminar por las bajezas del alma alejada del bien son capaces de convertirse en hacedores de paz. ¡Bienaventurados los pacificadores! Los que caminan la segunda milla, los que enarbolan la bandera blanca. Los que hacen todas estas cosas son instrumentos de la justicia de Dios, y muchos pueden llegar a ser perseguidos. -Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia. De tal manera que podemos declarar hoy: Nuestro cristianismo no es de meras palabras, nuestras vidas están fundamentadas en Dios. Somos seres humanos falibles, como todos, pero nuestra felicidad depende de Aquel que todo lo dio en la cruz por nosotros. A El encomendamos nuestra causa.

¡La felicidad consiste en estar en las manos de Dios!

martes, 16 de julio de 2013

EL PAPA FRANCISCO VISTO POR EL DIARIO IZQUIERDISTA DE ESPAÑA


Por Juan Arias EL PAIS, Madrid 30-3-2013

La Iglesia ha encontrado un líder ¿Y el mundo político? – La Iglesia ha sido más rápida que el mundo político.
Ambos estaban hasta ayer en profunda crisis de identidad.
La Iglesia hundida en sus escándalos vaticanos y convertida en un “fósil”, en expresión dura del teólogo brasileño Leonardo Boff, con sus iglesias vendidas para convertirlas en salas de fiestas nocturnas y los confesionarios en muebles bar.
Y el mundo político se encuentra perdido en una profunda crisis, no sólo económica sino también de valores, huérfano de liderazgo, en plena revuelta civilizatoria sin saber por dónde tirar.
Ambas instituciones, la religiosa y la laica, se arrastran sin horizontes para sus jóvenes generaciones, dando palos de ciego.
En ese panorama, la Iglesia, con sus dos mil años de historia, sus santos y demonios, sus inquisiciones y sus mártires de la caridad,
- ha conseguido encontrar un líder mundial
- cuando empezaba a resbalar por el barranco de la desesperanza.
Y lo ha hecho a través de un puñado de cardenales, la mayoría ancianos y conservadores, reunidos durante dos semanas en Roma, sin grandes alharacas y revestidos de misterios y secreto, pero que
- se dieron cuenta que el eje del mundo ha cambiado,
- ya no es Europa, sino que se ha trasladado a los países emergentes.
- La Iglesia acabó viéndolo y se fue a buscar el nuevo líder a las Américas.
“Me buscaron muy lejos”, subrayó significativamente el papa Francisco al aparecer en el balcón la tarde de su elección.
El papa Francisco, que sigue llamándose sacerdote y obispo, no papa, se ha convertido, en menos de un mes al mando de la nave Iglesia, en el personaje más en vistas del planeta, como un día lo fueron un Gandhi o un Luther King.
Con un puñado de gestos simbólicos,
- ha dado rienda suelta a una auténtica revolución religiosa y política
- que empieza a resonar más allá de la misma Iglesia.
¿Y el mundo político qué está esperando?
Una vez Stalin preguntó cuántos ejércitos tenía el papa de Roma.
Hablaba de armas, pero
- la Iglesia es un ejército con otras armas en sus manos, que empezaban a oxidársele
- Es una institución, a pesar del peso de errores que arrastra, de las mejor organizadas
del mundo, que cuenta con la friolera de
- 1.200 millones de fieles,
- un ejército de más de 1.000.000 de sacerdotes y religiosos,
- con 114.736 instituciones asistenciales en el mundo;
- 5.246 hospitales;
- 74.000 dispensarios y leproserías;
- 15,208 residencias de ancianos incurables;
- 1.046 universidades;
- 205.000 colegios;
- 70.000 asilos nido con 7.000.000 de alumnos;
- 687.282 centros sociales y
- 131 centros de personas con sida en 41 países.
Una vez el líder comunista italiano Enrico Berlinguer, que no era creyente pero acompañaba los domingos a misa, a su mujer e hijos que si lo eran, a los que esperaba en la puerta de la Iglesia, solía decir: “Si nosotros los comunistas tuviésemos a un millón de mujeres y hombres, como las monjas y religiosos católicos, con voto de obediencia y dispuestos a cualquier sacrificio, haríamos una verdadera revolución social”.
Y es esa revolución social la que el nuevo papa Francisco ha empezado a llevar a cabo en la Iglesia y que el mundo político parece incapaz de hacerla, sumergido en sus recetas de sacrificios y recortes a los más débiles, mientras se multiplica como una cizaña maligna, la corrupción de políticos y banqueros.
Si al mundo de hoy le falta un gran líder, capaz de devolver esperanza y abrir nuevos horizontes a una sociedad desencantada y en ruinas,
- la Iglesia parece haberlo encontrado.
Y no un líder místico, encerrado en sus rezos, con una visión arcaica y autoritaria de la fe, sino alguien que ha pedido a los soldados de ese ejército hoy bajo su mando, que
- dejen de ser “coleccionadores de antigüedades” y cultivadores de “teologías narcisistas” y
- se vayan a manchar sus pies con el barro “de las periferias del mundo”,
- donde se encuentran los más explotados por el poder.
Un jesuita que posee “racionalidad y fe”, como afirman quienes le conocen de cerca, que además de teología ha estudiado psicología y literatura, y que al mismo tiempo ha escogido como símbolo papal un “corazón franciscano”, puede llegar a ser más que un mero líder espiritual de una Iglesia.
Sus antecedentes como arzobispo y cardenal de Buenos Aires y sus primeros gestos de desapego a las apariencias y símbolos del poder vaticano para poner su énfasis en
una Iglesia que debe ser “pobre y para los pobres”, lo están ya convirtiendo también en una referencia política y social del mundo.
Es justamente el mundo el que está entendiendo – de ahí la perplejidad y hasta miedo de ciertos políticos – que el papa Francisco, no es sólo un religioso que se contentará con lavar los pies a los pobres y visitar favelas.
Los poderosos han empezado a entender que  apostar
- por los desheredados de la Tierra,
- por la escoria del mundo,
- por los desahuciados,
no sólo para consolarlos, sino también
- para elevarles social y culturalmente,
- para despertar en ellos
- la fuerza de su dignidad como personas,
- sus derechos y su espíritu crítico,equivale a una nueva revolución mundial.
Y que su mentor puede acabar siendo más que un mero líder espiritual.
El papa Francisco le dice al rabino judío argentino Skorka, en su libro Entre el cielo y la tierra que a él “le gusta la política”, concebida como “la fuerza responsable del bienestar de la gente“.
Le cuenta que cuando se encuentra con agnósticos y ateos “no les habla de Dios”, sino que les pregunta si están dispuestos a empeñarse en la lucha contra las injusticias  perpetradas contra los más desamparados del sistema, ya que eso le basta. “Sólo les hablo de Dios si ellos me hablan”, comenta.
A una madre que desesperada, se le quejaba, en Buenos Aires, de que su hijo joven había abandonado la fe, el entonces cardenal Bergoglio, le preguntó:
- “¿Sigue su hijo siendo una buena persona que se interesa por los demás?”
- La mujer le dijo que sí.
- “Entonces quédese tranquila. Su hijo sigue creyendo en lo que debe creer”, la consoló.
Un líder así, puede crear esperanza en unos y temores en otros, ya que  está pidiendo a una Iglesia anquilosada y en buena parte aburguesada, que salga de la retaguardia para ir a combatir a la primera línea del frente, puede acabar convirtiéndose en una referencia mundial de lo que el teólogo Boff llama “un liderazgo no autoritario, de valores universales en el que lo importante no es ya la institución Iglesia sino la humanidad y la civilización que hoy pueden ser destruidas”.
Como un día surgieron líderes capaces de sacudir al mundo como Gandhi, Luther King o Mandela, entre otros, es posible que a esa lista de líderes contra la violencia y contra las discriminaciones de los diferentes, haya que añadir pronto al papa Francisco.
Eso si le dejan actuar en paz, sin blindarle en los palacios vaticanos, que por ahora ha descartado, impidiéndole de acercarse y de escuchar demasiado a la gente.
En Brasil, para el viaje a Río del papa, el próximo julio, con motivo de la Jornada Mundial de la Juventud, las autoridades le han preparado un blindaje de 750 policías civiles y militares para proteger su vida, y que le acompañarán día y noche.
No será fácil, sin embargo, blindar del todo a un papa que ha pedido a los sacerdotes del mundo entero que no tengan miedo de “perder la propia vida”, si su empeño social y religioso se lo exigiera.
Jesús fue crucificado con poco más de 30 años. Los primeros cristianos, apóstoles, obispos y papas acabaron todos mártires de su fe y de su desobediencia al poder que les pedía que se arrodillase ante él.
El viernes santo pasado, el papa Francisco se echó en la Iglesia de bruces al suelo en adoración no a los poderes del mundo.
Lo hizo en señal de fidelidad a aquel Jesús que predicaba que
- “quién defiende la propia vida la perderá” y que
- los “que se humillan serán ensalzados”.

Los cobardes, al final, son ya vivos muertos, como decía Gandhi.

lunes, 17 de junio de 2013

Beato Sebastián de Aparicio, el de las carretas...




Hechos de los Apóstoles en América,
José María Iraburu


Un santo analfabeto
Conocemos bien la santa vida del Beato Sebastián de Aparicio, pues al morir en 1600 la fama de santidad de este gallego-mexicano es tan grande, que ya en 1603 el rey Felipe III escribe al obispo de Tlaxcala para que haga información procesal de su vida y milagros. Y el obispo, en 1604, le remite la biografía escrita por fray Juan de Torquemada. Muy tempranas son también las vidas escritas por el médico Bartolomé Sánchez Parejo, fray Bartolomé de Letona (1662) y fray Diego de Leyva (1685). En ellas y en otros antiguos documentos se apoyan las recientes biografías de los franciscanos Alejandro Torres (19682), Gaspar Calvo Moralejo (19762) y Matías Campazas (19852), según las cuales va mi relato.
El 20 de enero de 1502, en el pueblo gallego de Gudiña, en el matrimonio de Juan Aparicio y Teresa del Prado, nace después de dos niñas un varón, al que le ponen por nombre el santo del día: Sebastián. Nada hace presagiar que la vida de este niño va a ser tan preciosa. En realidad no es sino un chico gallego como otros tantos, que nunca aprenderá a leer y a escribir -la escuela entonces era cosa de pocos-, y que desde niño, en cambio, será instruido en las oraciones, en el catecismo, y en las muy diversas artes campesinas: hacer leña, cuidar los animales, regar, cultivar el campo, arreglar el carro, las cercas y tejados, y tantas cosas más que va a seguir ejercitando toda su vida. A los cinco o seis años, aquejado de una grave enfermedad contagiosa, y aislado por su madre en una choza solitaria, recibe en la noche la visita misteriosa de una loba que le libra de su tumor. Según Sánchez Parejo, el mismo Sebastián «refirió este suceso varias veces a sus amigos, cuando ya era fraile» (Campazas 11).
Un hombre casto
Pasada la adolescencia entre los suyos, emigra a Castilla en su primera juventud, buscando trabajo. Lo encuentra en Salamanca, en la casa de una viuda joven y rica, que se enamoró perdidamente del mozo. Asistido por la gracia del Salvador, huyó Sebastián a tiempo de aquel incendio de lujuria, sin chamuscarse en él siquiera. En la extremeña Zafra, entra al servicio de Pedro de Figueroa, pariente del Duque de Feria.
También de allí, alertado por Cristo, hubo de huir Sebastián, pues una de las hijas del amo comenzó a rondarle con exceso. Así dispuso la Providencia que se llegara Sebastián a Sanlúcar de Barrameda, de donde partían los barcos hacia América. Allí sirvió siete años, muy bien pagado, en una casa fuerte, lo que le permitió enviar a sus hermanas las dotes matrimoniales entonces en uso. En este lugar venció otra vez, sostenido por Cristo, violentos asedios femeninos, que procedieron esta vez de la hija del dueño y también de una joven de Ayamonte. De estos sucesos dio noticia él mismo, siendo ya fraile.
Se ve que las mujeres sentían gran atracción por este joven gallego. Pero aún era más amado y preferido por nuestro Señor Jesucristo.
Puebla de los Angeles
A los 31 años, en 1533, se decide Sebastián a entrar en la corriente migratoria hacia América, y se radica hasta 1542 en la ciudad mexicana de Puebla de los Angeles, fundada por Motolinía dos años antes con cuarenta familias, precisamente para acoger emigrantes españoles. Llega, pues, cuando la ciudad está naciendo, y todo tipo de trabajo y profesión son necesarios...
Sebastián cultiva, sin gran provecho, trigo y maíz. Pero pronto inicia una labor de más envergadura. Por aquellos años el ganado caballar y vacuno llevado por los españoles se ha multiplicado de tal modo que es ya, concretamente en la región de Puebla, ganado cimarrón. Sebastián, iniciador del charro mexicano, se dedica a perseguir novillos, lacearlos y domarlos, para formar con ellos buenas yuntas de bueyes.
Por otra parte, por Puebla pasan interminables caravanas que del puerto de Veracruz se dirigen a la ciudad de México, siguiendo un camino ya abierto desde 1522. Asociado Sebastián con otro gallego, probablemente carpintero, forma una pequeña sociedad de carretas de transporte -quizá la primera del Nuevo Mundo-, que evita a los indígenas el duro trabajo de portear cargas. Más aún, conseguido el permiso de la Audiencia Real, abre aquel camino al tráfico rodado, trabajando de ingeniero y de peón, y enseñando a trabajar a indios y españoles. Las carretas de Aparicio, durante siete años, recorren sin cesar aquellas primeras «carreteras» de América, como buenas carretas gallegas, chirriantes y seguras...
Entre México y Zacatecas
En 1542 deshace la sociedad con su amigo gallego y se traslada a la ciudad de México con miras aún más amplias. Según cuenta el padre Letona, «formó con su industria una gran cuadrilla de carros», también la primera en esta ocasión, e «intentó desde México buscar y abrir camino de carros para Zacatecas (que hasta entonces ninguno se había atrevido a hacerlo). Y aunque con notable trabajo salió con su intento; y lo prosiguió, mejorando con el mayor y mejor comercio del Reino: siendo su primer inventor» (Campazas 21). Durante diez años transporta Aparicio minerales de plata de las minas de Zacatecas a la Casa de Moneda de México, y también transporta viajeros.
Amigo de los chichimecas
Esta empresa es por esos años sumamente audaz y arriesgada, pues los carros, con su preciosa carga, han de atravesar territorios dominados por los terribles indios chichimecas. De éstos escribía hacia 1600 fray Jerónimo de Mendieta:
«Chichimeco es nombre común de unos indios infieles o bárbaros, que no teniendo asiento cierto (especialmente en verano), andan discurriendo de una parte a otra. Traen los cuerpos del todo desnudos, duermen en la tierra desnuda aunque sea empantanada, con perpetua sanidad. Sufren mortales fríos, nieves, calores, hambre y sed, y no se entristecen. Son dispuestos, nerviosos, fornidos y desbarbados. No tienen reyes ni señores, mas entre sí mismos eligen capitanes. Tampoco tienen ley alguna ni religión concertada. Sacrificante ante ídolos de piedras y barro, sangrándose las orejas y otras partes del cuerpo. De la religión cristiana tienen mucha noticia por los frailes menores, y no otros, que siempre andan entre ellos. Y si alguno se convierte, es con mucho trabajo y perseverancia de los ministros...
«Tienen estos chichimecos entre sí guerras civiles muy sangrientas, y enemistades mortales, así nuevas como antiguas. Pelean desnudos, untados con matices de diferentes colores, con sólo arcos medidos a su estatura. Es cosa increíble cómo con espantable ferocidad menosprecian el resto de los que se les ponen delante, aunque sea hombres armados y de caballos encubetados. La certinidad, ánimo, destreza y facilidad con que juegan esta diabólica arma, no se puede explicar». Causaron mucho tiempo especiales estragos «por el camino de Zacatecas y de otras minas de aquella comarca. Ha sido Nuestro Señor servido que por medio de religiosos y diligencias de los virreyes, hayan venido de paz, de seis o siete años a esta parte, pidiéndola ellos mismos de la suya. Y en esta buena obra no poco se les debe a los indios de la provincia de Tlaxcala (demás de la obligación antigua de haberse por medio de ellos ganado esta tierra), porque dieron al virrey D. Luis de Velasco el mozo cuatrocientos vecinos casados, con sus mujeres e hijos, para que fuesen a poblar juntamente con los chichimecos que venía de paz, para que con su comunicación y comercio se pusiesen en policía y en costumbres cristianas, y para ello se hicieron seis poblaciones con sus monasterios de frailes menores que los enseñasen y doctrinasen» (Hª ecl. indiana, pról. V libro, IIª p., extracto).
Por estas regiones -como en una película del far west, aunque dos siglos antes que en Estados Unidos-, circularon diez años las carretas de Aparicio, de México a Guadalajara, y de ésta a Santa María de Zacatecas. Y como dice el doctor Parejo, «lo que más me admira, entre todas estas cosas heroicas y dignas de estimación, es la benevolencia y buen nombre que entre los indios chichimecas tenía granjeada su pródiga liberalidad y sencillo pecho, que, con ser gente caribe y bárbara, que se comen unos a otros, reconociendo a Aparicio, le traen frutas y otros regalillos, mostrándose deseosos de quererle servir y agradar; y no solo eso, pero le ayudaban al trabajo y avío de sus carretas todo el tiempo que podían hacerlo... Esto tenía granjeado Aparicio con las buenas obras, agasajo y gruesas limosnas que les hacía» (Campazas 22).
En tantos años de trabajos y viajes le ocurrieron a Sebastián innumerables aventuras, en las que se reflejan tanto su bondad como su valor y fuerza. Llegando una vez con sus carretas a la plaza mayor de México, una de ellas aplastó la mercancía de un cacharrero, el cual, sin avenirse a razones, desafió espada en mano al jefe de la caravana. Sebastián, domador de novillos, pronto dio en tierra con el bravucón, poniéndole la rodilla el pecho y el pomo de la espada sobre el rostro. El cacharrero pidió perdón por el amor de Dios, y esto fue suficiente para Aparicio, que le ayudó a levantarse, diciéndole: «De buen mediador te has valido».
Devoto probable de la Virgen de Guadalupe
En 1531 se produjeron las apariciones benditas de la Señora del Tepeyac al indio Juan Diego, y poco después se alzó la primera capilla en honor de la Guadalupana. En la gran peste de 1544-1545, los franciscanos de Tlatelolco acudieron en rogativa desde su convento a la Virgen del Tepeyac. Y en 1568 Bernal Díaz del Castillo habla de «la santa iglesia de Nuestra Señora de Guadalupe, que está en lo de Tepeaquilla...; y miren los santos milagros que ha hecho y hace cada día» (210). No parece, pues, atrevido suponer que Aparicio, tan cristiano y piadoso, se hallaría entre los devotos de la Virgen de Guadalupe, y que con sus continuos viajes habría sido propagador de su devoción por la Nueva España. Como bien supone Calvo Moralejo (65), sería Sebastián uno de los muchos españoles de quienes en 1582 escribía el inglés Phillips:
«Siempre que los españoles pasan junto a esta iglesia, aunque sea a caballo, se apean, entran a la iglesia, se arrodillan ante la imagen y ruegan a Nuestra Señora que los libre de todo mal; de manera que vayan a pie o a caballo, no pasarán de largo sin entrar en la iglesia a orar... A esa imagen llaman en español Nuestra Señora de Guadalupe».
Tlalnepantla
En 1552, tras dieciocho años de carretero y empresario, y ya con 50 años de edad, vende Aparicio sus carros, y se establece en una hermosa hacienda de Tlalnepantla, cerca de México. No sin razón le llaman «Aparicio, el Rico». En Chapultepec, en las afueras de México, adquiere una hacienda ganadera, y así se arraiga para siempre en su nueva patria, como tantas veces recomendaban las autoridades civiles y religiosas. Fray Martín de Hojacastro, el que sería después obispo de Tlaxcala, escribía en 1544 al emperador: «Ha menester que los españoles no sean en esta tierra así como viandantes para disfrutar la tierra sin provecho, antes haciéndose naturales de ella la conserven y aumenten». Para estos años ya Sebastián Aparicio es absolutamente mexicano.
La casa de Aparicio en Tlalnepantla fue testigo de muchas obras de misericordia, así corporales como espirituales. En efecto, en palabras del doctor Pareja, era «refrigerio de sedientos, hartura de hambrientos, posada de peregrinos, alivio de caminantes, albergue y roca de los miserables indios» (Calvo 77). Allí Aparicio enseñaba a trabajar, daba aperos y semillas, perdonaba deudas, arreglaba carretas, enseñaba las oraciones, se esforzaba en aprender la lengua de los indios...
En su forma de vivir, no obstante su riqueza, se distinguía por una austeridad desconcertante. Vestía como cualquiera, aunque sabía trajearse adecuadamente en las ocasiones señaladas. No tenía cama, sino que dormía sobre un petate o en una manta tendida al suelo. Comía como la gente pobre tortillas de maíz con chile y poco más, y añadía algo de carne cocida en domingos y fiestas. No pocas veces pasaba la noche a caballo, protegiendo su hacienda de animales malignos, y alguna vez le vieron dormido sobre su montura, apoyado en su lanza. Todos los días rezaba el rosario, y de su tierra gallega conservó siempre una gran devoción al santo Señor Santiago.
Chapultepec y Atzcapotzalco, dos bodas
A los 55 años pasó Aparicio a vivir al pueblo de Atzcapotzalco, donde un hidalgo, con más pretensiones que riquezas, trató de conseguirle como rico y honesto marido para su hija. Aparicio preguntó al padre cuál era la dote que pretendían para la joven, y cuando supo que eran 600 pesos, los entregó al padre y él quedó libre de ulteriores apremios.
Pocos años después ha de trasladarse a Chapultepec, donde la abundancia de ganado requería su presencia. Allí tiene una enfermedad muy grave y recibe los últimos sacramentos, pensando ya en morirse. Recuparada la salud, muchos le recomiendan que se case. Tras muchas dudas y oraciones, acepta el consejo, y a los 60 años, en 1562, se casa con la hija de un amigo vecino de Chapultepec en la iglesia de los franciscanos de Tacuba, haciendo con su esposa vida virginal. Pensando estaban sus suegros en entablar proceso para obtener la nulidad del matrimonio, cuando la esposa muere, en el primer año de casados, y Aparicio, después de entregar a sus suegros los 2.000 pesos de la dote, de nuevo se va a vivir a Atzcapotzalco.
Un segundo matrimonio contrajo a los 67 años en Atzcapotzalco, con una «indita noble y virtuosa, llamada María Esteban», hija jovencita, como su primera esposa, de un amigo suyo. Fue también éste un matrimonio virginal, como Sebastián lo asegura en cláusula del testamento hecho entonces: «Para mayor gloria y honra de Dios declaro que mi mujer queda virgen como la recibí de sus padres, porque me desposé con ella para tener algún regalo en su compañía, por hallarme mal solo y para ampararla y servirla de mi hacienda». Para ésta, como para su primera esposa, fue como un padre muy bueno.
Pero tampoco esta felicidad terrena había de durarle, pues antes del año la esposa muere en un accidente, al caerse de un árbol donde recogía fruta. Aparicio la quiso mucho, como también a su primera esposa, y de ellas decía muchos años después que «había criado dos palomitas para el cielo, blancas como la leche».
Los extraños caminos del Señor
Sebastián de Aparicio, humilde y casto al estilo de San José, debió sentir como éste muchas veces profundas perplejidades ante los planes de Dios sobre él. Siempre inclinado a la austeridad de vida, el Señor ponía en sus manos la riqueza. Siempre inclinado al celibato, la Providencia le llevaba a dos matrimonios, seguidos -nuevo desconcierto- de prematura viudez. Pasando por graves enfermedades, el Señor le daba larga vida... Muchas veces se preguntaría Sebastián «¿pero qué es lo que el Señor quiere hacer conmigo?». Y una y otra vez su perplejidad tomaría forma de súplica incesante: «enséñame, Señor, tu camino, para que siga tu verdad» (Sal 85,11)...
Una gravísima enfermedad ahora le inclina a hacer su testamento, dejando todos sus bienes a los dominicos de Atzcapotzalco, con el encargo de que parte de su hacienda se empleara en favor de sus queridos indios mexicanos. Pero la salud vuelve completamente, y aumenta el desconcierto interior en Sebastián, a quien Dios da al mismo tiempo graves enfermedades y muy larga vida. Cada vez está más ajeno a sus tierras y ganados, y pasa más horas de oración en la iglesia. Cada vez son más largas y frecuentes sus visitas al convento franciscano de Tlanepantla. Una voz interior, probablemente antigua, le llama con fuerza siempre creciente a la vida religiosa, pero esta inclinación no halla en sí mismo sino dudas, y se ve contrariada por los consejos de sus amigos, incluso por las evasivas y largas de su mismo confesor.
Tiene ya 70 años, y aún no conoce su vocación definitiva. ¿Cómo se explica esto?... «¿Qué he de hacer, Señor?» (Hch 22,10). ¿Será que una pertinaz infidelidad a la gracia, obstinadamente mantenida durante tantos años, le ha impedido conocer su verdadera vocación? ¿O será más bien que esta misma vida suya, llena de zig zags, no es sino fidelidad a un misterioso plan divino?... Todo hace pensar que Sebastián de Aparicio pasó realmente las moradas, las Moradas del Castillo interior teresiano, con todas sus purificaciones e iluminaciones progresivas, hasta llegar a la cámara real, donde había de consumarse su unión con el Señor.
Verdaderamente la vida de Sebastián de Aparicio nos asegura una vez más que los caminos de la Providencia divina son misteriosos. Si él mantuvo su castidad virginal incólume en dos matrimonios y tras los graves peligros pasados en Salamanca, San Lúcar y Zafra; si guardó su devoción cristiana viviendo solo y en continuos viajes de carretero; si conservó su corazón de pobre en medio de no pequeñas riquezas, es porque siempre estuvo guardado y animado por el mismo Cristo. Ahora bien, si continuamente fue guiado por el Señor, esto nos lleva a pensar que su extraña y cambiante vida no fue sino el desarrollo fiel de un misterioso plan divino. Quiso Dios que Sebastián de Aparicio fuera todo lo que fue hasta llegar a fraile franciscano.
Portero de clarisas en México
El tiempo de «Aparicio el Rico» ha terminado ya definitivamente. Este hombre bueno, aunque parezca cosa imposible, «en todo el tiempo que fue señor de carros y labranza ganó cosa mal ganada -dice el doctor Parejo-, ni que le remordiese la conciencia a la restitución» (Calvo 81). Un verdadero milagro de la gracia de Cristo. Él mismo, ya viejo, pudo decir con toda verdad: «Siempre he trabajado por el amor de Dios» (Calvo 48).
Las clarisas de México, a poco de su fundación, pasan por graves penurias económicas. Y el confesor de Aparicio sugiere a éste que les ayude con sus bienes y sus conocimientos de la Nueva España. La respuesta es inmediata: «Padre, delo por hecho; mas de mi persona ¿qué he de hacer?»... El mismo confesor le indica la posibilidad de que sirviera a las clarisas como donado, portero y mandadero. Aquí es cuando Sebastián comienza a entrever la claridad de la vida religiosa... A fines de 1573, ante notario, cede todos sus bienes, que ascendían a unos 20.000 pesos, a las clarisas, y sólo de mala gana, por contentar a su precavido confesor, deja 1.000 pesos a su disposición por si no persevera.
Y entonces, cuando en México los numerosos conocidos de Sebastián empiezan a no entender nada de su vida, viendo que el antiguo empresario y rico hacendado se ha transformado en modesto criado de un convento femenino de clausura, entonces es precisamente cuando a él se le van aclarando las cosas: por fin su vida exterior va coincidiendo con sus inclinaciones interiores más profundas y persistentes. Es la primera vez que ocurre en su vida.
Fraile francisco
La vocación religiosa de Sebastián, después de más de un año de mandadero y sacristán de las clarisas, queda probada suficientemente, y el 9 de junio de 1574, a los 72 años de edad, es investido del hábito franciscano en el convento de México. Los buenos frailes de San Francisco, que le conocían y estimaban hacía mucho tiempo, tuvieron la generosidad de recibir a este anciano, que probablemente estimarían próximo a su fin... Pero el buen hermano lego Sebastián da en el noviciado muestras no solo de oración y virtud, sino también de laboriosidad: barre, friega, cocina, atiende a cien cosas, siempre con serena alegría.
Sin embargo, en este año de noviciado fray Sebastián va a sufrir no poco, por una parte de la convivencia, no siempre respetuosa, de sus jóvenes compañeros de noviciado, y por otra, sobre todo, de las impugnaciones del Demonio... Y además de todo esto, sus hermanos de comunidad no acaban de ponerse de acuerdo sobre la conveniencia de admitirlo definitivamente a la profesión religiosa, pues aunque reconocen su bondad, lo ven muy anciano para tomar sobre sí las austeridades de la Regla franciscana. En ese tiempo tan duro para él, fray Sebastián tiene visiones de San Francisco y de su querido apóstol Santiago, el de Galicia, que le confirman en su vocación. Al referir con toda sencillez estas visiones a un novicio que dudaba de volverse al mundo, confirmó a éste en su vocación.
Finalmente, llegado el momento, y después de tres días de deliberación, deciden recibirlo, de modo que el 13 de junio de 1575 recita la solemne fórmula:
«Yo, fray Sebastián de Aparicio, hago voto y prometo a Dios vivir en obediencia, sin cosa alguna propia y en castidad, vivir el Evangelio de nuestro Señor Jesucristo, guardando la Regla de los frailes menores».
Y un fraile firma por él, pues es analfabeto.
Mendigo de Dios en Puebla
Fray Sebastián, ya fraile, con toda la alegría del Evangelio en el pecho, y con sus 73 años, se va a pie a su primer destino, Santiago de Tecali, convento situado a unos treinta kilómetros al este de Puebla. En este pueblo de unos 6.000 vecinos, siendo el único hermano lego, sirve un año de portero, cocinero, hortelano y limosnero.
Pero en seguida le llaman a Puebla de los Angeles, donde el gran convento franciscano, con su centenar de frailes, empeñados en mil tareas de evangelización y educación de los indios, necesitan un buen limosnero. Aquí, donde había comenzado su vida seglar en Nueva España, va a transcurrir el resto de su vida.
A sus 75 años, con el sombrero de paja a la espalda, el hábito remendado, la bota, «su compañera», siempre al hombro, el rosario en una mano y la aguijada en la otra para conducir sus bueyes, fray Sebastián retoma su carreta y se hace de nuevo a los caminos, recorriendo sin cesar una región de unos 250 kilómetros a la redonda, esta vez para recoger ayudas no sólo para los frailes de su comunidad, sino también para los pobres que en el convento se atienden día a día. «Ahí viene Aparicio», se decían con alegría los que le veían llegar. Y su fórmula era: «Guárdeos Dios, hermano, ¿hay algo que dar, por Dios, a San Francisco?»... «Aparicio el Rico» se ha transformado de verdad en un «fraile mendicante».
A los otros limosneros les dice siempre: «No pidáis a los pobres, que harto hacen los miserables en sustentarse en su pobreza». Más aún, él daba a los pobres muchas veces su propia ropa o les repartía de los bienes que había reunido para el convento. El superior no veía clara la conveniencia de tal proceder, pero fray Sebastián le decía: «Más que me dé cien azotes, que no tengo de dejar de dar lo que me piden por amor de Dios».
A los sesenta años había comenzado el Hermano Aparicio a beber algo de vino, que «casi no era nada». Y ahora, ya fraile y penitente, siempre llevaba consigo la bota, quizá para que no le tuvieran por santo, quizá para reconfortarse en momentos de agotamiento, tal vez para ambas cosas. Un día del Corpus se encontró con él don Diego Romano, obispo de Tlaxcala, y como le apreciaba mucho, le dijo a fray Sebastián si podía ayudarle en algo. No tuvo mucho que pensar el buen fraile. Acercándole la bota, le dijo: «Que me llenéis esta pobretilla» (Calvo 150)...
A la sombra de la Cruz
El viejito que los frailes franciscos han recibido por pura generosidad, va a servirles de limosnero 23 años, de los 75 a los 98. Siempre de aquí para allá, muchas noches las pasa al sereno, a la luz de las estrellas, al cobijo de su carreta. Incluso cuando estaba en el convento, no necesitaba celda y prefería dormir en el patio bajo su carro. El padre Alonso Ponce, Comisario General franciscano, en una Relación breve de 1586, decía de fray Sebastián:
«Siendo de casi 90 años de edad, anda con su carreta de cuatro bueyes, sin ayuda ninguna de fraile español, ni indio, ni otra persona, acarreando leña y maíz y otras cosas necesarias para el sustento de aquel convento, y nunca le hace mal dormir en el campo al sol, ni al agua, antes este es su contento y regalo, y cuando está en el convento ha de tener la puerta de la celda abierta y ver el cielo desde la cama en que duerme, porque de otra manera se angustia y muere; si se le moja la ropa nunca se la quita, sino que el mismo cuerpo la enjuga, y si por estar sucia la ha de lavar, sin aguardar a que se seque se la viste y él la enjuga y seca con el calor del cuerpo, sin que de nada de esto se le renazca enfermedad, ni indisposición alguna» (Campaza 40).
Los datos son ciertos, pero no parece tan exacta la apreciación idílica de los mismos. En realidad fray Aparicio pasó en estos años de ancianidad, siempre de camino, innumerables penalidades. A veces sus penitencias eran consideradas como manías; pero eran en realidad mortificaciones. Así, poco antes de morir, le dice a su mismo superior: «Piensa, padre Guardián, que el dormir yo en el campo y fuera de techado es por mi gusto; no, sino porque este bellaco gusanillo del cuerpo padezca, porque si no hacemos penitencia, no iremos al cielo» (Calvo 108).
Y según refiere el doctor Pareja, a un fraile que le aconsejaba ofrecerlo todo a Dios, le responde: «Hartos días ha que se lo he ofrecido, y bien veo que si no fuera por su amor, era imposible tolerarlo; porque os certifico, Padre, que ando tan molido y cansado, que ya no hay miembro en el cuerpo que no me duela; y a un puedo certificaros que hasta los cabellos de la cabeza siento que me afligen, cuando de noche me quiero acostar o tomar algún reposo» (Campazas 40).
Consolado por los ángeles
También es cierto que el Hermano Aparicio se vio asistido muchas veces por consolaciones celestiales, como suele suceder tantas veces a los santos, cuando por amor de Dios renuncian a todo placer mundano. Él tuvo, concretamente, una gran devoción a los ángeles, especialmente al de su guarda, y experimentó muchas veces sus favores.
El mismo fray Sebastián contó al provincial Alonso de Cepeda una anécdota bien significativa. Le refirió que «caminando para Puebla hizo noche junto a una gran barranca que está en el camino de Huejotzingo. Y estando acostado en el suelo, debajo de una carreta, como acostumbraba, era tanta el agua que llovía que corrían arroyos hacia él, sin poderlo remediar, ni hacer otra diligencia más que ofrecer a Dios nuestro Señor aquel trabajo que padecía, con una total resignación y conformidad con su voluntad santísima».
Pero Dios acudió en auxilio de su siervo. Un hermosísimo mancebo se apareció y con una vihuela comenzó a tocar tan suave y dulcemente, que le pareció estar en la gloria, olvidándose de la incomodidad de la lluvia, y levantándose para acercarse al músico, éste se iba retirando, hasta que saltando la barranca de un salto, desapareció, dejando a Aparicio muy consolado» (Campazas 57). Otra vez, con la carreta atascada en el barro, se le presenta un joven vestido de blanco para ofrecerle su ayuda. «¡Qué ayuda me podéis dar vos, le dice, cuando ocho bueyes no pueden sacarla!». Pero cuando ve que el joven sacaba el carro con toda facilidad, comenta en voz alta: «¡A fe que no sois vos de acá!» (Campazas 71)...
Fueron numerosas las ocasiones en que a fray Sebastián, como a Cristo después del ayuno en el desierto, «se acercaron los ángeles y le servían» (Mt 4,11), o como en la agonía de Getsemaní, «un ángel del cielo se le apareció para confortarle» (Lc 22,43).
Impugnado por los demonios
Como también es normal en quienes han vencido ya el mundo y la carne, fray Sebastián experimentó terribles impugnaciones del Demonio en muchas ocasiones. En la hacienda de Tlanepantla, agarrado a las astas de un toro furioso, luchó a brazo partido contra el Demonio. En las clarisas de México los combates contra el Maligno era tan fuertes que la abadesa le puso una noche dos hombres para su defensa, pero salieron tan molidos y aterrados por dos leones que por nada del mundo aceptaron volver a cumplir tal oficio.
Ya de fraile, según cuenta el doctor Pareja, el demonio «le quitaba de su pobre cama la poca ropa con que se cubría y abrigaba, y, echándosela por la ventana del dormitorio, lo dejaba yerto de frío y en punto de acabársele la vida. Otras veces, dándole grandes golpazos, lo atormentaba y molía; otras lo cogía en alto y, dejándolo caer como quien juega a la pelota, lo atormentaba, inquietándolo; de manera que muchas veces se vio desconsoladísimo y afligido» (Campazas 31).
Los ataques continuaron en muchas ocasiones. En una de ellas los demonios le dijeron que iban a despeñarlo porque Dios les había dado orden de hacerlo. A lo que respondió fray Sebastián muy tranquilo: «Pues si Dios os lo mandó ¿qué aguardáis? Haced lo que Él os manda, que yo estoy muy contento de hacer lo que a Dios le agrada»...
Tan acostumbrado estaba nuestro Hermano a estos combates, que al Provincial de los Descalzos, fray Juan de Santa Ana, le dijo que ya no le importaban nada, «aunque viese más demonios que mosquitos». Y poco antes de morir, a los hermanos que le recomendaban acogerse a Dios para librarse de los asedios del Malo les dice: «Gracias a Dios, ha mucho tiempo que ese maldito no llega a mí, por haberle ya muchas veces vencido».
«Florecillas» de fray Sebastián
De los 568 testigos que depusieron en el proceso que la Iglesia hizo a su muerte, y de otros relatos, nos quedan muchas anécdotas, de las que referiremos algunas. Al mismo fray Juan de Santa Ana, buen amigo suyo, le contó fray Sebastián esta anécdota:
«Habéis de saber que todas las veces que voy al convento, procuro llevar a los coristas y estudiantes fruta u otra cosa que merienden, y cuando no lo hago me esconden las herramientas de las carretas (que sin duda las letras deben hacer golosos a los mozos), y esta vez que no les llevé nada, me cercaron con mucho ruido y alboroto; me pusieron tendido sobre una tabla, diciendo que ya estaba muerto, y cantando lo que cantan cuando entierran a los muertos, me llevaban por el claustro adelante a enterrar entre las coles de la huerta, donde tenían ya hecho el hoyo. Acertolo a ver desde su corredor el Guardián, que era entonces el R. P. fray Buenaventura Paredes, y preguntó: -¿Dónde lleváis a Aparicio? Y respondieron: -Padre nuestro, está muerto y lo llevamos a enterrar. Entonces dije yo: -Padre Guardián, ¿yo estoy muerto? Y visto por el Guardián que había yo respondido, les dijo: -¿Pues cómo habla si está muerto? A lo cual los dichos coristas dijeron: -Padre nuestro, muchos muertos hablan y uno de ellos es el Hermano Aparicio. Y por último el Guardián les mandó que me dejasen, que de otra suerte ya estuviera enterrado» (Campazas 47).
En una ocasión un religioso le exhortaba a amar a Dios, ya que Dios tanto le quería. A lo que fray Sebastián respondió con dudosa exactitud teológica, pero con toda veracidad de corazón: «Más le quiero yo a Él, pues sólo por Él he trabajado toda mi vida, sin descansar un punto, y por su amor me dejaría hacer pedazos». Aquel gallego analfabeto, pura bondad para todos, tenía en cambio sus problemas para amar a los judíos, y alegaba: «No son nuestros prójimos los que no creen en Jesucristo, sino herejes». Y cuando le hacían ver que Jesucristo, la Virgen María y San José, así como los santos apóstoles, eran judíos, respondía conteniendo su indignación: «Mirad que decís herejía»...
El Hermano Aparicio, tan devoto de la Eucaristía, sufría no poco a veces por no poder estar siempre presente en los oficios litúrgicos. Por eso en ocasiones, cuando estaba con el ganado en el monte, lo dejaba abandonado y se iba al convento a la hora de la misa. Y a los que ponían objeciones les decía: «Allá queda mi Padre San Francisco, cuya hacienda es ésa; él la guardará, y yo os aseguro que no faltará nada». Como así fue siempre.
Regresaba fray Sebastián con su carro bien cargado de Tlaxcala a Puebla, cuando se le rompió un eje. No habiendo en el momento remedio humano posible, invoca a San Francisco, y el carro sigue rodando como antes. Y a uno que le dice asombrado al ver la escena: «Padre Aparicio, ¿qué diremos de esto?», le contesta simplemente: «Qué hemos de decir, sino que mi Padre San Francisco va teniendo la rueda para que no se caiga» (Campazas 53-4).
Señorío fraternal sobre los animales
En realidad, fray Sebastián era bueno con todos, con los novicios de coro, a quienes les llamaba «novillos», y también con los mismos novillos, a quienes les decía «coristillas». Tenía sobre los animales un ascendiente verdaderamente sorprendente. A sus bueyes,Blanquillo, Aceituno..., hasta una docena que tenía, o al jefe de ellos, Gachupín, les hablaba y reconvenía como a hermanos pequeños, y le hacían caso siempre. Cuando se le meten a comer en una milpa, y una mujer se acerca gritando desolada, fray Sebastián le tranquiliza: «No se preocupe, hermana, mis bueyes no hacen daño». Y éstos obedientes se retiran, dejando los maizales intactos.
En otra ocasión, acarreando piedra para la construcción del convento de Puebla, un buey se le cansó hasta el agotamiento, y hubo que desuncirlo. Fray Sebastián entonces, por seguir con el trabajo, se acerca a una vaca que está por allí paciendo con su ternero, le echa su cordón franciscano al cuello, y sin que ella se resista, la pone al yugo y sigue en su trabajo. Y al ternerillo, que protesta sin cesar con grandes mugidos, le manda callar y calla. El antiguo domador de novillos los amansa ahora en el nombre de Jesús o de San Francisco.
Regresando una vez de Atlixco con unas carretas bien cargadas de trigo, se detiene el Hermano Aparicio a descansar, momento que las hormigas aprovechan para hacer su trabajo. «Padre, le dice un indio, las hormigas están hurtando el trigo a toda prisa, y si no lo remedia, tienen traza de llevárselo todo». Fray Sebastián se acerca allí muy serio y les dice: «De San Francisco es el trigo que habéis hurtado; ahora mirad lo que hacéis». Fue suficiente para que lo devolvieran todo.
A un hermano le confesaba una vez: «Muchas veces me coge la noche en la sabana y, sin otra ayuda que la misericordia de Dios, como me veo solo y tan enfermo, vuelvo los ojos al cielo, al Padre universal de la clemencia, y dígole: «Ya sabe que esto que llevo en esta carreta es para el sustento de vuestros siervos y que estos bueyes que me ayudan a jalar la carreta son de San Francisco; también sabéis mi imposibilidad para poderlos guardar y recoger esta noche, y así los pongo en vuestras manos y dejo en vuestra guardia para que me los guardéis y traigáis en pastos cercanos, donde con facilidad los halle». Con esto me acuesto debajo de la carreta y paso la noche; y a la mañana, cuando me levanto con el cuidado de buscarlos, los veo tan cerca de mí que, llamándolos, se vienen al yugo y los unzo, y sigo mi jornada» (Calvo 146).
«No perder a Dios de vista»
Fray Sebastián de Aparicio, con todas estos prodigios, nada tenía de hombre excéntrico; bien al contrario, su vida estaba perfectamentecentrada en su centro, que es Dios. Desde Él actuaba siempre, y con Él y para Él vivía en todo momento. Y si San Francisco mandaba en su Regla a todos los hermanos legos rezar 76 Padrenuestros cada día, ésta era, con el Ave María, la oración continua del Hermano Aparicio. No salía de ahí, y en el «hágase tu voluntad» él decía todo lo que tenía que decir, y no tenía más que pensar o expresar. Fray Sebastián era, como bien dice Calvo Moralejo, «el Santo del Padre Nuestro» (131).
Noches enteras pasaba en oración de rodillas, mirando al cielo. «No tenía horas determinadas de oración, refiere el padre Letona, porque la tenía continua. en especial los últimos años de su vida andaba siempre tan absorto en Dios que no atendía a las palabras y preguntas que le hacían... Los 24 años que vivió en el convento de Puebla, jamás durmió debajo de techado, sino siempre en campo raso por no perder de vista el cielo» (Campazas 87). Varias veces le vieron, frailes y seglares, elevado durante la oración en éxtasis, pero lo más común era verle entre sus bueyes, a veces, cuando no podía menos, hasta en días de fiesta.
«Lo que yo hago -le confesaba a un fraile- es hacer lo que me manda la obediencia: duermo donde puedo, como lo que Dios me envía, visto lo que me da el convento; pero lo mejor es no perder a Dios de vista, que con eso vivo seguro». Y a esto añadía: «Si no fuera así, ¿quién había de pasar la vida que yo paso? A Él ofrezco los trabajos ordinarios de cada día, y a mi Padre San Francisco, por quienes los hago; ellos me lo reciban en descuento de mis pecados para que con eso me salve».
Como decía su biógrafo Sánchez Parejo, «toda su confianza y cuidado estaba puesto en sólo Dios. Él era su compañía, su comida, su bebida, su techo y amparo y, como dijo su padre San Francisco, y todas mis cosas» (Calvo 133).
Devoto seguro de la Virgen María
El Señor, San Francisco, el apóstol Santiago, y la dulcísima Virgen María... Muchos testigos afirmaron que la mano de fray Sebastián de Aparicio, siempre que no estaba ocupada en algún trabajo, se ocupaba en pasar una y otra vez el Rosario de la Virgen, sin cansarse de ello nunca.
En una fiesta de la Virgen, llega fray Sebastián al convento de Cholula en el momento de la comunión, y allá se acerca a comulgar, desaliñado y con la bota al cinto, recogiéndose después a dar gracias. En ello está cuando se le aparece la Virgen, y él la contempla arrobado... Cuando el padre Sancho de Landa se le interpone, le dice el hermano Aparicio: «Quitáos, quitáos, ¿no veis aquella gran Señora, que baja por las escaleras? ¡Miradla! ¿No es muy hermosa?». Pero el padre Sancho no ve nada: «¿Estás loco, Sebastián?... ¿Dónde hay mujer?»... Luego comprendió que se trataba de una visión del santo Hermano (Compazas 89).
98 años...
El 20 de enero, día de San Sebastián, de 1600, el Hermano Aparicio cumple 98 años, y una vez honrado su patrono, está trabajando con sus carretas. Todavía le aguantaba la salud, aunque una antigua hernia le daba cada vez más sufrimientos. El 20 de febrero, viene a casa desde el monte de Tlaxcala con un carro de leña, cuando los dolores de la hernia se le agudizan hasta producirle náusea y vómitos. Se las arregla, quién sabe cómo, para llegar al convento de Puebla, donde fray Juan de San Buenaventura, también gallego, le recibe, espantándose de verle tan desfallecido.
Allá queda fray Sebastián en el patio, bajo la carreta, en el lugar acostumbrado. Pero el padre Guardián le obliga a guardar cama en la enfermería. Cinco días dura allí, sobre la cama inusual. Y a su paisano fray Juan de San Buenaventura se le queja: «¿Qué os parece?, cómo no me quieren dejar donde tengo consuelo»... Él, de hacía tiempo, como los indios, tenía preferencia por sentarse directamente en el suelo: «Mejor está la tierra sobre la tierra», solía decir.
Pide entonces que le traigan a la celda el Santísimo, y que le dejen adorarlo postrado en tierra. Más tarde el padre Guardián le acerca el crucifijo, para que le pida perdón al Señor por sus pecados: «¿Ahora habíamos de aguardar a eso? -le dice fray Sebastián-. Muchos días ha que somos viejos amigos»... Otro fraile le pone en guardia contra posibles asaltos del demonio: «Ya está vencido -le responde-. Todo lo veo en paz. El Señor sea bendito».
El 25 de febrero, con 98 años, postrado en tierra, al modo de San Francisco, fray Sebastián de Aparicio entrega a Dios su espíritu al tiempo que dice «Jesús».
En seguida se abre su proceso de beatificación, y llegan a documentarse hasta 968 milagros... Por fin, tras tantas demoras, en 1789 es declarado Beato, y desde entonces su cuerpo incorrupto -parece un hombre dormido, de unos 60 años- descansa en una urna de plata y cristal en el convento franciscano de Puebla de los Angeles. Hay en la plaza, sin esperar a Roma, un hermoso monumento en granito y bronce, con una inscripción bien clara:
San Sebastián de Aparicio
Precursor de los caminos de América

1502-1600