2.11.13
A las 1:05 PM,
por Juanjo Romero
Categorías : La Tecla Invitada, Conversiones, Año de la Fe
Categorías : La Tecla Invitada, Conversiones, Año de la Fe
Hoy, hace 50 años morían A. Huxley y C.S. Lewis. También John F. Kennedy, que se llevará todas las portadas y a
mi, personalmente, me parece el menos relevante de los tres.
Supongo que la conversión y el impacto de la obra de Lewis es
conocida (tanto por Narnia como por sus otras, y más interesantes obras). Ya hablé de ello
hace un año, no voy a repetirme.
Quizá un estupendo resumen sobre su «camino» de conversión lo ha
escrito José Ramón Ayllónen su libro «Dios y los náufragos». Se lo tomo prestado. Como escribe
muy bien y está salteado de citas no se nota la extensión.
En cualquier caso es una conversión (no dio el último paso al
catolicismo, se quedó en el anglicanismo) en la que tienen mucho que ver sus
amigos católicos J.R.R Tolkien y Hugh Dyson. Una conversión que nos interpela a
todos y que me recuerda siempre a los amigos del paralítico del
Evangelio, «al ver la fe de esos hombres…» (Mc, 2, 3-5).
Así lo cuenta José Ramón…
C. S. Lewis fue un hombre lleno de
amigos, libros y alumnos. Nació en 1898, y en 1925 ya enseñaba filosofía y
literatura en Oxford. Hasta su muerte en 1963 fue un profesor eminente, autor
de célebres ensayos, cuentos y libros de texto. Su
vida está marcada por su conversión al cristianismo a la misma edad que San
Agustín. Ese giro
radical lo explica y justifica en un puñado de libros escritos con un estilo
vivo y una lógica apabullante. Lewis domina el arte de argumentar. Su
dialéctica apura la ironía y la sutileza, tal y como confiesa haber aprendido
de uno de sus profesores:
«Si alguna vez ha existido un hombre que fuera casi un ente
puramente lógico, ese hombre fue Kirk (…). Le asombraba que hubiera quien no
deseara que le aclarasen algo o le corrigiesen (…). Al final, a menos que me
sobreestime, me convertí en un »sparring« nada despreciable. Fue un gran día
aquél en que el hombre que durante tanto tiempo había peleado para demostrar mi
imprecisión, me acabó advirtiendo de los peligros de tener una sutileza
excesiva».
Ateo pero razonable
Lewis era ateo porque, desde la temprana muerte de su madre, sentía el universo como un espacio terriblemente frío
y vacío, donde la historia humana era en gran parte una
secuencia de crímenes, guerras, enfermedades y dolor.
«Si me piden que crea que todo esto es obra de un espíritu
omnipotente y misericordioso, me veré obligado a responder que todos los
testimonios apuntan en dirección contraria».
Pero esta argumentación no era, ni mucho menos, definitiva:
«La solidez y facilidad de mis argumentos planteaban un problema:
¿Cómo es posible que un universo tan malo haya sido atribuido constantemente
por los seres humanos a la actividad de un sabio y poderoso creador? Tal vez
los hombres sean necios, pero es difícil que su estupidez llegue hasta el
extremo de inferir directamente lo blanco de lo negro».
La auténtica verdad de su ateísmo
En cualquier caso, Lewis se sentía más cómodo en su ateísmo:
«Para un cobarde como yo, el universo del materialista tenía el
enorme atractivo de que te ofrecía una responsabilidad limitada. Ningún
desastre estrictamente infinito podía atraparte, pues la muerte terminaba con
todo (…). El horror del universo cristiano era que no tenía una puerta con el
cartel de ‘Salida’».
En 1917 se incorpora al frente francés de la primera guerra
mundial. Un año más tarde cae enfermo y es enviado al hospital de Le
Tréport, donde permanecerá tres semanas.
«Fue allí donde leí por primera vez un ensayo de Chesterton. Nunca
había oído hablar de él ni sabía qué pretendía. Tampoco puedo entender
demasiado bien por qué me conquistó tan inmediatamente. Se podría esperar que
mi pesimismo, mi ateísmo y mi horror hacia el sentimentalismo hubieran hecho
que fuera el autor con el que menos congeniase (…). Al leer a Chesterton, como
al leer a MacDonald, no sabía dónde me estaba metiendo».
Conexiones intelectuales
Al acabar la guerra estudia en Oxford filosofía y literatura
inglesa. Son años de intensa formación intelectual y de innumerables lecturas.
Pero sus libros y autores preferidos no compartían su visión de la vida:
«Todos los libros empezaban a volverse en mi contra (…). George
MacDonald había hecho por mí más que ningún escritor, pero era una pena que
estuviese tan obsesionado por el cristianismo. Era bueno a pesar de eso.
Chesterton tenía más sentido común que todos los escritores modernos juntos…,
prescindiendo, por supuesto, de su cristianismo. Johnson era uno de los pocos
autores en los que me daba la impresión de que se podía confiar totalmente,
pero curiosamente tenía la misma chifladura. Por alguna extraña coincidencia a
Spencer y Milton les pasaba lo mismo. Incluso entre los autores antiguos iba a
encontrar la misma paradoja. Los más religiosos (Platón, Esquilo, Virgilio)
eran claramente aquellos de los que podía alimentarme de verdad. Por otro lado,
con los escritores que no tenían la enfermedad de la religión y con los que,
teóricamente, mi afinidad tenía que haber sido total (Shaw, Wells, Mill,
Gibbon, Voltaire), ésta afinidad me parecía un poco pequeña. No era que no me
gustaran. Todos ellos eran entretenidos, pero nada más. Parecían poco profundos,
demasiado simples. El dramatismo y la densidad de la vida no aparecían en sus
obras».
Profesor con prejuicios
Terminó sus estudios con las máximas calificaciones y pasó a
formar parte del claustro de profesores del Magdalen College. Allí, nuevos
amigos provocarán «la caída de los viejos prejuicios»:
Al entrar por primera vez en el mundo me había advertido
(implícitamente) que no confiase nunca en un papista, y al entrar por primera
vez en la Facultad
(explícitamente), que no confiara nunca en un filólogo. Tolkien era ambas
cosas.
En el Magdalen enseña filosofía, pero su aguado hegelianismo no le
resulta muy útil a la hora de enfrentarse a una tutoría:
Un tutor debe aclarar las cosas, y yo no podía explicar el
Absoluto de Hegel. ¿Te refieres a nadie-sabe-qué, o te refieres a una mente
sobrehumana y por tanto (también podemos admitirlo) a una persona?
Conversión
Cada vez intelectualmente más cerca
Cuando vuelve a leer a Chesterton, el
ateísmo de Lewis tiene los días contados.
«Después leí el Everlasting Man de Chesterton, y por primera vez vi
toda la concepción cristiana de la historia expuesta de una forma que parecía
tener sentido (…). No hacía mucho que había terminado el Everlasting
Man cuando me ocurrió
algo mucho peor. A principios de 1926, el más convencido de todos los ateos que
conocía se sentó en mi habitación al otro lado de la chimenea y comentó que las
pruebas de la historicidad de los Evangelios eran sorprendentemente buenas. ‘Es
extraño’, continuó, esas majaderías de Frazer sobre el Dios que muere. Extraño.
Casi parece como si realmente hubiera sucedido alguna vez. Para comprender el
fuerte impacto que me supuso tendrías que conocer a aquel hombre (que nunca ha
demostrado ningún interes por el cristianismo). Si él, el cínico de los
cínicos, el más duro de los duros, no estaba a salvo, ¿a dónde podría volverme
yo? ¿Es que no había escapatoria?»
Conversión al cristianismo
Lewis se siente acorralado y nos describe su situación con una
imagen muy británica:
«La zorra había sido expulsada del bosque hegeliano y corría por
campo abierto ‘con todo el dolor del mundo’, sucia y cansada, con los sabuesos
pisándole los talones. Y casi todo el mundo pertenecía a la jauría: Platón,
Dante, MacDonald, Herbert, Barfield, Tolkien, Dyson, la Alegría. Todo el
mundo y todas las cosas se habían unido en mi contra».
Siente entonces que su Dios filosófico empieza a agitarse y a
levantarse, se quita el sudario, se pone en pie y se convierte en una presencia
viva. La filosofía deja de ser un juego lógico desde que ese Dios renuncia a la
discusión y se limita a decir: «Yo soy el Señor».
«Debes imaginarme solo, en aquella habitación del Magdalen, noche
tras noche, sintiendo, cada vez que mi mente se apartaba del trabajo, el
acercamiento continuo, inexorable, de Aquél con quien, tan encarecidamente, no
deseaba encontrarme. Al final, Aquél a quien temía profundamente cayó sobre mí.
Hacia la festividad de la
Trinidad de 1929 cedí, admití que Dios era Dios y, de
rodillas, recé. Quizá fuera aquella noche el converso más desalentado y remiso
de toda Inglaterra».
«Hasta entonces yo había supuesto que el centro de la realidad
sería algo así como un lugar. En vez de eso, me encontré con que era una
Persona».
Y el día que identifica a Jesucristo con esa Persona sabrá que ha
dado su último paso, y lo recordará siempre:
«Me llevaban a Whipsnade una mañana soleada. Cuando salimos no
creía que Jesucristo fuera el Hijo de Dios, y cuando llegamos al zoológico, sí.
Pero no me había pasado todo el trayecto sumido en mis pensamientos, ni en una
gran inquietud (…). Mi estado se parecía más al de un hombre que, después de
dormir mucho, se queda en la cama inmóvil, dándose cuenta de que ya está
despierto».
El problema del dolor
Parece necesario en este mundo
El ateísmo de Lewis había sido fruto de su pesimismo sobre el
mundo:
«Algunos años antes de leer a Lucrecio ya sentía la fuerza de su
argumento, que seguramente es el más fuerte de todos en favor del ateísmo: Si
Dios hubiera creado el mundo, no sería un mundo tan débil e imperfecto como el
que vemos».
Años después de su conversión, en 1940, Lewis escribe por encargo The
problem of pain (El
problema del dolor). Si Dios fuera bueno y todopoderoso, ¿no podría
impedir el mal y hacer triunfar el bien y la felicidad entre los hombres? En esas páginas que se han hecho
famosas, Lewis reconoce que «es muy difícil imaginar un mundo en el que Dios
corrigiera los continuos abusos cometidos por el libre albedrío de sus
criaturas. Un mundo donde el bate de béisbol se convirtiera en papel al
emplearlo como arma, o donde el aire se negara a obedecer cuando intentáramos
emitir ondas sonoras portadoras de mentiras e insultos».
«En un mundo así, sería imposible cometer malas acciones, pero eso
supondría anular la libertad humana. Más aún, si lleváramos el principio hasta
sus últimas consecuencias, resultarían imposibles los malos pensamientos, pues
la masa cerebral utilizada para pensar se negaría a cumplir su función cuando
intentáramos concebirlos. Y así, la materia cercana a un hombre malvado estaría
expuesta a sufrir alteraciones imprevisibles. Por eso, si tratáramos de excluir
del mundo el sufrimiento que acarrea el orden natural y la existencia de
voluntades libres, descubriríamos que para lograrlo sería preciso suprimir la vida
misma».
Un «megáfono» de Dios
Pero esto no muestra el sentido del dolor, si es que lo tiene. Ni
demuestra que Dios pueda seguir siendo bueno cuando lo permite. Para intentar
expliclar este misterio Lewis recurre a la que quizá sea la más genial de sus
intuiciones. «El dolor, la injusticia y el error –nos dice– son tres tipos de
males con una curiosa diferencia: la injusticia y el error pueden ser ignorados
por el que vive dentro de ellos, mientras que el dolor, en cambio, no puede ser
ignorado, es un mal desenmascarado, inequívoco: toda persona sabe que algo anda
mal cuando ella sufre. Y es que Dios –afirma Lewis– nos habla por medio de la
conciencia, y nos grita por medio de nuestros dolores: los usa como megáfono
para despertar a un mundo sordo».
Lewis explica que «un hombre injusto al que la vida sonríe no
siente la necesidad de corregir su conducta equivocada. En cambio, el
sufrimiento destroza la ilusión de que todo marcha bien».
«El dolor como megáfono de Dios es, sin la menor duda, un
instrumento terrible. Puede conducir a una definitiva y contumaz rebelión. Pero
también puede ser la única oportunidad del malvado para corregirse. El dolor
quita el velo de la apariencia e implanta la bandera de la verdad dentro de la
fortaleza del alma rebelde».
Lewis no dice que el dolor no sea doloroso. «Si conociera algún modo de escapar de
él, me arrastraría por las cloacas para encontrarlo». Su propósito es poner de
manifiesto lo razonable y verosímil de la vieja doctrina cristiana sobre la
posibilidad de perfeccionarse por las tribulaciones.
¿Dios o las leyes de la naturaleza?
Las leyes de naturaleza son posteriores
A Lewis le cuenta un amigo el caso de una pobre mujer que cree que
su hijo sobrevivió a la batalla de Arnhem porque ella rezó por él. Sería cruel
explicarle que, en realidad, sobrevivió porque se hallaba un poco a la
izquierda o un poco a la derecha de las balas, que seguían una trayectoria
prescrita por las leyes de la naturaleza.
Lewis responde que «la bala, el gatillo, el campo de batalla y los
soldados no son leyes de la naturaleza, sino cosas que obedecen a las leyes. Y
lo ilustra con este ejemplo: podemos añadir cinco dólares a otros cinco, y
tendremos diez dólares, pero la aritmética por sí misma no pondrá un solo dólar
en nuestros bolsillos. Eso significa que las leyes explican todas las cosas
excepto el mismo origen de las cosas, y esa es una inmensa
excepción».
Lewis concluye su argumentación con una deslumbrante comparación
literaria:
«En ‘Hamlet‘ se rompe
una rama y Ofelia cae al río y se ahoga. ¿Ocurre el suceso porque se rompe la
rama o porque Shakespeare quiere que Ofelia muera en esa escena? Puedes elegir
la respuesta que más te guste, pero la alternativa no es real desde el momento
en que Shakespeare es el autor de la obra entera